viernes, agosto 04, 2006

XIRIAN Y SEMIELD
SOBRE AMORES Y CANCIONES Y RECUERDOS

Estos son dos cuentos, uno viejo, uno nuevo. Uno remite a algo que quería ser otra cosa (un cuento de ciencia ficción) y terminó siendo otra cosa (una historia de desencuentros con cuadros exóticos de fondo). En el otro, descripción de mi actual ánimo (hecho pelota, pa' ser ecsactos). En uno procuré trasladar una melancolía en el hablar, en el decir del relator. En el otro, una voz interna que diera cuenta de la tortura en que se transforma la existencia, que hace que uno diga muchas veces "la verdad que no vale la pena vivir". No sé hasta donde la suerte me habrá acompañado y se sienta la desazón que siento, el profundo dolor, la ominosa pena que me embarga.
Un Ray Bradbury melancólico y un Hermann Hesse en Rosshalde pueden citarse como fuentes primarias de estos cuentos.
Y con respecto a mí. Supongo que terminará este estado, o este estado terminará conmigo. De uno u otra manera, es una salida, así que tan mal no está. ¡Algo es algo! xDDDD

XIRIAN Y SEMIELD


"Mirarte y hundirme son la misma cosa", se dijo la última vez que la vio. No sabía cómo expresar su cariño y su odio ante ella. El nombre de ella era Xirian. El de él, Semield. Donde transcurrió esto, no interesa. Supongamos un planeta, Tunah, hoy desierto. Supongamos una comarca olvidada, Rove-Rts.
Conocí a Semield en un viaje a Andrómeda. No sé por qué me contó lo que me contó. Puede ser que haya visto en mí a otro solitario como él.
Él era un hombre mayor (aunque se pensaba viejo), cansado de muchas cosas. Nada le satisfacía, y por otra parte, sentía que su vida era una continua caída. Pero cuando la vio, se enamoró de ella. Tal vez porque, aunque legalmente adulta, era una niña a su lado, tal vez por su extraña belleza, tal vez por su ternura, tal vez por esa incontenible admiración que despierta en las personas grandes la juventud, y porque con ese atributo marcado todo lo demás queda envuelto por la fascinación a esa etapa de la vida donde nada es tan serio ni nada es tan grave, donde se reconocen sonrisas y lágrimas, alegrías y tristezas, más puras, menos racionales. No puedo saber (en el asunto del amor nunca hay razones claras) cuál de estas razones prevaleció para ese sentimiento que se despertó en Semield hacia Xirian, pero el caso es que al poco tiempo se sintió perdido por ella.
Es difícil, por otro lado, saber qué le pasaba a Xirian, porque ella no me ha contado la historia, y esto lo sé por labios de él. Me hubiera gustado conocer a la joven, escuchar su punto de vista, entender qué hizo que este hombre se sintiera tan atraído hacia ella.
Tengo mis explicaciones. Él era alguien, como dije, cansado de casi todo, insatisfecho, dolido por una vida solitaria. Ella le trajo color a una vida que oscilaba, en su ánimo, entre negros y grises oscuros.
Sé que un día (sé, bueno, sé lo que él me contó), por simple afecto, ella le abrazó, y él correspondió al mismo. Él sabía que ese abrazo no significaba nada, que era eso, una muestra de cariño, pero él, su esperanza, quedó prendido a ese gesto.
Él volvía de sus viajes a otros planetas, y cada vez odiaba más estar lejos de Tunah, donde ella (creía él) le esperaba. Yo creo que para ella, él era un amigo más, tal vez algo más raro porque le llevaba muchos años. Y él continuamente deseaba con más ansias volver, porque podría volver a verla, porque podría volver a sentirse querido por ella.
Como en alguna vieja canción, él estaba buscando ese calor de mujer donde apoyarse y morir abrazado. Pero nada es para siempre, siempre la muerte se nos cuela lentamente, aunque a veces de manera más evidente, y eso pasó con él. Poco a poco, Xirian, sin tal vez proponérselo, fue desdeñando su compañía. Era lógico. Ella era joven, llena de vida. ¿Qué podía querer en un viejo como él? Semield, para ella, estaba para otras cosas. Era su confidente, hasta donde ella quería contarle sus cosas. Cuando se sentía mal, acudía a él. Cuando algo la molestaba, iba con él. Pero eso no implicaba más que una confianza que no quería significar (desde mi punto de vista) más que sentirlo realmente amigo.
Entonces, el tiempo volvió amargura todo contacto con ella. Verla era un dolor. A veces ella no tenía ánimo de hablarle, y él se sentía despreciado, el último hombre sobre la tierra, la peor basura humana. Hubiera querido que la antigua guerra de los Eu le alcanzara, que un proyectil tocara su nave y volara por el aire, y ni cenizas quedaran de él (el espacio se encargaría de disgregarlo completamente).
Empezó a desdeñarla, a tratarla mal. No era eso lo que quería, en el fondo, hacer, pero sentía que reaccionar de otra manera era acentuar un estado engañoso. La amaba y la odiaba, y por eso ese pensamiento. Y cada vez, su trato se tornaba más frío con respecto a Xirian. Lo dicho: verla le hería, le hacía pensar en todo lo que soñaba en torno a ella, y lo lejos que estaba de ese sueño.
Su vida, gracias a conocerla (no gracias a ella, que no creo que tenga nada que ver con lo que pasó después) se volvió un infierno. En sus pensamientos, en sus ideas, en su respiración, estaba Xirian. Soñaba y todos sus sueños trataban de ella. Cerraba los ojos y patente en su mirada estaba el rostro de ella.
Lo que más le había molestado era cuando ella estuvo enferma gravemente. En ningún momento acudió a él, en ningún momento demostró que le interesaba que él se interesara de su persona. Y él se sintió agraviado, desdichado.
La vida de Semield, si uno la mira objetivamente, no era mala. Al contrario. Era dueño de un carguero, y además cumplía vuelos comerciales de embarque para líneas privadas. Tenía un buen vivir y tenía propiedades en tres planetas, donde descansaba entre viaje y viaje.
El problema era que su vida no tenía sentido. Su vida no era útil para él, porque sus aspiraciones estaban lejos de un buen pasar económico o un status social. Él quería otra cosa, que esta joven le reveló: ser parte de algo importante, ser miembro de una familia, tener alguien a quién amar, a quién dedicarle sus pensamientos, sus aspiraciones.
Era un solitario por espíritu y por una realidad concreta: no tenía a nadie. Toda su familia cercana (padres, hermanos) había muerto hacía tiempo, cuando la peste que asoló a Dioclania se llevó a casi todos los habitantes de ese asteroide del cinturón de Enea, y los demás parientes que quedaban vivos no entablaban contacto con él, porque él no era importante para ellos. Entonces, su vida transcurría en un vacío existencial.
Ella había venido, como dije, a mostrarle un mundo nuevo, distinto del oscuro en que él solía desenvolverse. Pero él confundió las cosas, o mejor, estaba tan solo que una mínima muestra de cariño le pareció tan raro, que no pudo menos de responder de esa manera.
Y el problema era ése: su soledad era tan grande, estaba tan necesitado de afecto, tan patéticamente solo, que acercarse a ella fue casi un acto reflejo, quererla, algo que cualquiera en la misma situación, con mayor inteligencia o fuerza de voluntad, tampoco podría haber evitado, o al menos, le hubiera costado mucho. Y la soledad, a veces, sobre todo en estas cuestiones sentimentales, trae aparejado un compañero horrible, pero que prima en muchas decisiones: el miedo.
Miedo tuvo él de decirle a ella todo lo que sentía. Tenía miedo de alejarla, de que no quisiera verle más, de que rechazara completamente su compañía. Tenía miedo de tenerle confianza al cariño de ella. Y este miedo se contraponía con su deseo, que no le hacía disfrutar de lo que ella le ofrecía, o alejarse para siempre, prolongando una situación penosa.
Alguna vez dejaron de verse, y para él eso significó la muerte. Si no hubiera sido por su extrema cobardía, se hubiera suicidado, y en cambio prefirió una vida amargada y más solitaria aún, si cabe.
La muerte le encontró navegando por la galaxia de Eddrom. Una descarga de neutrinos sobrecargó una de sus parrillas colectoras de energía, y la nave explotó, y todo lo que estaba adentro, Semield incluido, implotó. Ignoro si sus últimos pensamientos habrán estado dirigidos a Xirian.

Siempre me he preguntado qué sería vivir una vida tan pálida, tan amarga. Y también, qué hubiera dicho la joven Xirian (si en verdad se llamaba así) de haber sabido la suerte de su viejo amigo. Supongo que ella habría sentido algún dolor, o tal vez no, porque el tiempo mata cualquier afecto, y mucho espacio separó su último encuentro de su deceso, pero me pongo a pensar qué hubiera sentido ella cuando parecían más unidos.
Creo que ella no tenía tiempo para perder con los desvaríos de una persona mayor. Pienso que en el fondo lo tomó como una excentricidad propia de una persona querida, o tal vez (esto lo creo también) secretamente intuía qué le pasaba a él, y para no alimentarle esperanzas vanas, prefirió mantener una distancia que al cabo acabó matando toda luz de vida en Semield.
Él nunca la comprendió, él nunca pudo comprender cosa alguna de ella. Tal vez sea el problema de quienes viven irremisiblemente sumergidos en la propia nada de sus vidas, resignándose a la amargura cuando los hechos no desencadenan en lo que se esperaba, cuando los anhelos no se concretan.
Dentro de tantos tal vez, tal vez ella también tuvo su parte de culpa estando cerca cuando veía que eso le hería, pero también pienso que Xirian le veía tan desdichado, tan solo, que tuvo compasión de Semield y quiso aunque sea regalarle su compañía. Pero eso también es un problema. Cuando uno no ha conocido la luz, no la extraña, piensa que la oscuridad, que las visiones difusas, son como se ve normalmente todo. Pero si una sola vez se contempló la luz, si una sola vez se la apreció con un mínimo de su poder, siempre se la añorará, porque se comprenderá de manera más completa, más terrible, lo anodino, lo ramplón de la propia existencia.
Creo que es por eso que Semield, en sus últimos años de existencia, antes de fundirse en la nada, dedicaba mucho tiempo de navegación en sentarse en la cabina de mando y contemplar el negro espacio. Quizá allí encontraba consuelo, quizá se sentía identificado, encontrando que el mismo vacío que le rodeaba era lo que componía lo más íntimo de su ser.


SOBRE AMORES Y CANCIONES Y RECUERDOS


"No quise decirle nada
la amé en silencio esa tarde…"

Cuando escucho esa zamba de Peteco Carabajal, siempre recuerdo algo que ocurrió hace tiempo.
Estábamos en una fiesta al aire libre. De noche. Era el cumpleaños de un amigo, y fue también la primera vez que la vi. Nos miramos, pero eso fue todo.
Después comprobamos que más o menos nos movíamos con el mismo círculo de amistades, porque la encontré en otras reuniones. Y siempre nuestras miradas (o eso creía yo) expresaban más de lo que nuestros gestos dejaban entrever.
Alguna vez, antes de dejar la ciudad e irme a otra por cuestión de trabajo, volvimos a vernos. Otra vez en una reunión al aire libre. Esta vez bajo un sol radiante, que marcaba con firmeza nuestras sombras en la tierra. Gene Clark sonaba en el aire.
Sin querer queriendo, como diría un popular personaje mexicano, nos quedamos solos. Charlamos un poco. Congeniamos en asuntos banales. Muchas veces nos quedamos envueltos en silencios incómodos.
Pensé en decirle lo que me pasaba, porque estaba convencido de que nuestros sentimientos eran mutuos. La miré a los ojos, contemplé su rostro serenamente, por primera vez. Era un rostro moreno, los ojos café, la sonrisa límpida. Mi boca se abrió para expresar todo lo que llevaba dentro, mi mano hizo un gesto inequívoco.
Algo en mí tuvo miedo, o pensó en iniciar algo cuando debía partir de allí. Callé, y me dediqué a amarla secretamente. Y siempre pensé que ese amor, en ese instante, fue el más puro que sentí nunca.
Volví a contemplarla, como a una antigua deidad que se hubiera encarnado. Era un típico verano en enero, con el cielo resplandeciente. El calor del sol era el exacto opuesto al frío que experimentaba mi alma.
Como un cobarde, como si fuera vergonzoso que ella me atrajera, me alejé, con una excusa estúpida. Seguí mirándola de lejos, hacia atrás, con mi corazón latiendo apresuradamente pese a que no estaba haciendo ningún esfuerzo físico, sintiendo asco de mí, y también que esa mínima distancia era una ironía del momento, porque nunca estaríamos más alejados que entonces, y que ese sino no se alteraría jamás.

Han pasado seis años. Hoy, sin querer, la encontré en un bar al que no voy con frecuencia. Me extrañé tanto de verla, que me acerqué a saludarla.
Ella no me recordaba, pero en cuanto le nombré conocidos y algunos de los encuentros en los que habíamos coincidido, dijo que vagamente me tenía de algún lado, y me invitó a hacerle compañía un rato, hasta que volviera a su trabajo. Me senté a su lado con el corazón destrozado.
Creo que no pasaba día sin tener algo que me hablara de ella, y en mi estupidez supuse que ella pasaba por algo similar. Pero no. Será que uno se ata a sus sueños y piensa que estos tienen algún asidero en la realidad.
Brutalmente y sin saberlo, ella aniquiló cualquier esperanza que pudiera albergar. Charlamos. Me contó que estaba felizmente casada, con dos hijos, uno de tres años y una beba de un año y cuatro meses.

Ahora estoy frente a mi ventana, contemplando la soledad en que se desarrolla mi vida. Siempre será así, me digo. Siempre este vacío me acompañará, junto con el recuerdo de una mujer que si pensó en mí alguna vez, yo dejé ir por ser un pusilánime cuando debo jugarme por algo o por alguien, empezando por mí.
Tal vez esto no sea un castigo, como a veces pienso de esta vida miserable que llevo, sino simple consecuencia de las decisiones que tomo. Y entonces barrunto que esta habitación húmeda es un reflejo de mí, de mi existencia sin sentido, de aferrarme a destellos como si fueran luces perpetuas, y entiendo claramente que al poner mi ser en ellos, me hundo en la misma nada en la que ellas se sumergen, hasta que, como es obvio, nada quede de mí, y mi pequeño paso por el mundo sea como un camino abandonado a los elementos, que enseguida se llena de musgo y se olvida.
Mientras, nuevamente, como aquella vez, suena Gene Clark, ahora en la radio, con su inconfundible With Tomorrow. Tal vez sea un símbolo, una premonición, de lo que he sido y siempre seré.
Ella me mostró que si hubo algo real en lo que pasó en ese entonces, no se ató a sus recuerdos, no se estacionó en su infelicidad momentánea. Es entonces cuando comprendo que mi vida es una mentira y sé que nada que haga podrá detener la decadencia en la que, como una pendiente suave ahora, más inclinada cuando sea más viejo (si llego a viejo, si no acabo con esto antes), colapsará mi razón ahogada por mis propios fantasmas. Tal vez cree una realidad alternativa en la que sea estúpidamente feliz, mientras mi cuerpo esté encerrado en algún neuro-psiquiátrico. Y tal vez ese sea mi mejor, mi piadoso final.

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