viernes, abril 06, 2007

CUARESMA II


Al resto de los seres humanos que creemos en Él, que estamos demasiado cerrados a Él por temor, que le amamos pero con un amor viciado, por cobardía, por comodidad, por ser nuestra fe puramente racional (“Este universo es imposible que se haya creado solo, por tanto, debe haber una Voluntad Organizadora, un Ser Racional que le ha dado un Orden y un Propósito al Caos, un Ser Superior, y éste Ser debe ser Dios”), necesitamos entender, mitigar de alguna manera la angustia de que mucho o todo de cuanto soñamos no se cumple, porque nuestro amor no alcanza para que ese sentimiento nos consuele.
Y no hablo de cosas materiales en esto de sueños o anhelos (no en mi caso, es decir, que las cosas que me movilizan son otras) sino aquello que cierta candidata presidencial “tomo prestado” de algún documento de la CEA, de construir una patria de hermanos. De sentir angustia y dolor y remordimiento por las cosas que no suceden, ni se concretan. Como les pasa a muchos, tratar de ser mejores cristianos obliga a mirarse y a cuestionarse, y a ver que uno no contribuye demasiado con la realización de sus mismos sueños. Porque uno es demasiado falible, demasiado poco confiable, demasiado poco imbuido en el espíritu de Cristo.

Pero es en la Cruz, en el Viernes Santo donde hallamos una respuesta cabal a cualquier recriminación o lamento que podamos tener por los errores cometidos. Y no hablo tanto de los ajenos, sino de los nuestros.

No hubo persona con mayor compromiso ni preclaridad que Jesús, un hombre verdaderamente de paz, un hombre que caminó predicando y viviendo en amor, con notable coherencia, tanto que fueran hombres que tenían mucho, hasta hombres que tenían muy poco, todo lo dejaron para seguirle o por amarle al escuchar sus palabras y verle vivir.

Y los sueños de Jesús, los esfuerzos de Jesús, terminaron en la Cruz.
Solo, humillado, condenado por mentiras pero previamente señalado por verdades como cuestionar tanto el poder político como el poder religioso de su tierra, y sobre todo de la mezcla de ambos, del poder temporal de quienes debían ser custodios de la fe, que vendían la fe por dinero o posesiones o influencias, y habían mancillado al Templo de Jerusalén (cualquier parecido con lo que sucede puertas adentro en el Vaticano no es casualidad).
Y que cuando lo apresaron, todo el juicio de Jesús es un circo, porque no importaban las pruebas que se presentaran a favor suyo, Él debía morir y eso fue decidido de antemano.

Estas palabras de Él contra quienes mancillaban ese templo material, nos cuestiona hoy en las continuas mancillaciones que sometemos a nuestra persona, o a otras personas. Porque ahora sabemos que el templo suyo somos nosotros.
Esto es, ¿acaso no contribuimos con el mal cuando ponemos nuestra voluntad, nuestra inteligencia, lejos de Él? Y ponerlo lejos de Él es algo simple. Es no amar a los demás ni a nosotros mismos. Es no respetar a los demás ni a nosotros mismos. Es, básicamente, vivir como viven todos: justificándonos diciendo “todos metemos la pata”, “la otra persona me provocó y yo reaccioné como hubiera hecho cualquiera”, “yo lo hice pero vos no sos ningún santo”, etc.

Y vivir como Él vivió implica ir más allá de una vida normal. “Si ustedes aman a quiénes les aman, ¿qué gracia tiene? Eso también lo hacen los paganos. Ustedes, en cambio, amen a quienes les odian” (confrontar con Mateo 5, 43-37).

sigue...